miércoles, 24 de febrero de 2021

Visita a Godenholm, Ernst Jünger (extracto)



El mar estaba tan en calma que las olas apenas se rizaban al rozar el pie de los acantilados. Grupos de aves marinas reposaban sobre las aguas. La honda tristeza y la soledad de la playa parecían acentuarse con la visión de esas escuadras de pájaros soñadores, como si se anudara en ellos el vacío. Este, a veces, cobraba voz en el chillido de una gaviota. 

Cuando sonaba uno de esos gritos estridentes y quejumbrosos, un estremecimiento recorría la cara de Moltner. Los largos ayunos la habían demacrado, y la piel, antes tostada por un sol más meridional, tenía ahora un tinte verdoso. Los grises pájaros de ojos rojizos le repugnaban. Veía en ellos la encarnación del elemento espiritual y exangüe cuya pureza le asustaba más aún, ya que discernía que ese era precisamente el peligro y el destino de su vida. La tierra parecía estar tallada en una grisácea corteza cerebral cuando, en la pálida luz de la medianoche, emitió un débil resplandor eléctrico. A los chillidos les siguieron risas burlonas y desgarradoras, que parecían preludiar un nacimiento solemne —eran como gritos proféticos de pájaros augures ante la marea de imágenes—. Evocaban los dolores del parto, a los que Moltner se resistía. Entonces las visiones emergieron desde la profundidad. 

Conforme iba andando por la orilla de la playa, espantaba grupos de pájaros grises. Fue entonces, mientras estos le revoloteaban por la cabeza chillando, cuando vio el pez alrededor del cual se habían agrupado. Era como un espectro plateado, con los ojos desmesurados y el vientre desgarrado. Las tripas blancuzcas estaban esparcidas por la playa. Cada vez que Moltner oía los gritos, la imagen reaparecía, si bien extrañamente transmutada, como si precediera a una conversión total. 

Le recorrió un escalofrío y se envolvió aún más en su abrigo. Ya iba siendo hora de que esto terminara; se iría al día siguiente. Lo decía hablando en voz baja consigo mismo, pues los soliloquios iban haciéndose cada vez más frecuentes. 

«El Sáhara habría sido mejor, al menos hay sol. No obstante, la culpa es mía por haberme quedado tanto tiempo. Debería haber sabido lo que me conviene.» 

Una risa estridente volvió a rasgar la soledad. Moltner se sobrecogió: 

«Haré tres cruces cuando dejé atrás el Brennero. Y esto, después de tantas esperanzas; conozco modos más agradables de destrozarse uno los nervios.» 

Einar, Ulma y Gaspar parecían no hacer mucho caso de sus soliloquios, a los que ya se habían acostumbrado. Contemplaban el contorno de la isla, que comenzaba a perfilarse entre la bruma, mientras Moltner le daba la espalda. En esa estación del año, el sol se elevaba apenas una hora sobre el horizonte; sin embargo, quedaba oculto, ya que su pálido disco no llegaba a sobrepasar la cresta de las montañas. Su luz solo despertaba a las sombras grises que espiritualizaban la tierra y el mar. El silencio de la noche continuaba, de manera que el golpe de los remos podía oírse a gran distancia. 

Moltner, con la cabeza descubierta, estaba sentado en el banco de proa. La sensación que producía su poderoso cráneo se veía acentuada por una calvicie que llegaba hasta más abajo de la coronilla. El pelo que le quedaba cubría las sienes y el cogote a modo 9 visita a godenholm de gorguera. En comparación, el cuerpo era diminuto, por lo que Einar, en cierta ocasión, había bromeado con él llamándole gigante sin abdomen. En Moltner se unían una fuerte voluntad y un afán investigador que siempre buscaba traspasar fronteras. Sin embargo, era demasiado voluble para alcanzar un objetivo distante. Vagaba por los contornos sin ir al fondo, cambiaba de maestros, de ideas y de problemas y fácilmente se decepcionaba. 

Einar y Ulma, sentados en el banco de en medio, miraban hacia delante. En Einar eran patentes los rasgos heredados de sus antepasados flamencos. La cara cuadrangular, con ojos azules, tranquilos y algo fijos, revelaba rasgos campesinos. El pelo rubio le caía por la frente. Vestía casaca de lino, como las que usan los pescadores; entre los pantalones y las recias botas relucían las piernas enrojecidas por el aire salino, y en la mano sostenía un aparejo de pesca. 

Por sus rasgos cabía concluir que era uno de esos caracteres obstinados que captan solo aquello que les agrada, pero que se aferran a ello con tenacidad y perseverancia. Con tales caracteres se pueden crear escuelas, porque lo aprehendido llega a formar parte de su propio ser. Moltner solo veía en ello una falta de sentido crítico.